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Joya del Universo (III)

28 de enero de 2024


Esta historia comienza en su primera parte, continúa en la segunda parte y termina aquí:


Lin prefería matar a todos los hombres de aquella mina antes que permitir que cualquiera de ellos supiera el paradero de su familia.  Los dos occidentales que le habían amenazado tenían esa información, aunque no llegaba a comprender cómo la habían obtenido.

—Disparen a todo lo que consideren sospechoso, no dejen vivo nada que se mueva.

Mientras hablaba través de la radio, Lin se dio cuenta de que no funcionaba.  Por algún motivo, el viejo aparato analógico no retransmitía.  Lin se dirigió a la ventana de la caseta y comenzó a gritar:

—¡¡Disparen a todo lo que consideren sospechoso, no dejen vivo nada que se mueva!!

La mina ilegal de cobre daba mucho dinero.  No tenía gastos de mantenimiento ni máquinas que reparar, pues no utilizaba robots ni computadoras para trabajar en ella.  Solo carne humana y motores diesel, como antaño.  La forma más segura y barata de trabajar en el año dos mil veinticuatro: sin información guardada en computadoras; sin máquinas conectadas entre sí, ni a ningún servidor.  Sin robots, solo con cuerpos humanos prescindibles y anónimos, procedentes de Corea del Norte para los que debían bajar a las minas, o de Angola y Mali para la vigilancia y tortura.  Los primeros llegaban engañados, creyendo que salían de la extrema pobreza para trabajar en supuestas fábricas de Europa, en Francia, en Alemania o Austria, que en realidad no existían.  Pero se trataba de países donde el dinero musulmán había hecho resurgir al viejo continente de sus cenizas, y para los más desfavorecidos del este de Asia, en su ignorancia, era la Tierra Prometida.  Los africanos, por su parte,  llegaban tentados por un dinero que nunca llegaría.  En vez de eso, debían pagar sus deudas con intereses draconianos, que nunca llegaban a saldar antes de encontrar la muerte en cualquier reyerta.  El negocio era redondo.  Los muertos desaparecían en las incineradoras o bajo las construcciones; los vivos tenían una vida útil de seis años.  Pasado ese tiempo, casi todos los que no habían muerto intentaban escapar, y así acababan falleciendo por inanición o abatidos por los guardias.  Lin creía que, en un mundo con cinco mil millones de humanos hambrientos, lo menos que podía hacer era sacar provecho.

Pero de vez en cuando llegaban hombres como aquellos dos molestos europeos.  Lin no sabía de dónde habían salido.  Quizás una organización rival, quizás representantes de la ley.  Lin no distinguía entre unos y otros.  En su mundo, la muerte era algo muy común, y quien llegaba hasta él sin que eso le supusiera un lucro, moría siempre.  En su mundo, en la red que había tejido, nadie le pedía responsabilidades.

Excepto su madre, su esposa, sus cuatro hijas y Abigail, la hija que tuvo con aquella novia americana antes de convertirse en quien era ahora.  Su amor y su condena.  Y quizás, por las amenazas que le había sugerido el europeo, ya estuviera muerta.

Si era así, Lin conocía mil maneras de hacer sufrir a aquellos entrometidos, y las pondría en práctica todas, por orden de intensidad.

La radio que no funcionaba emitió un sonido.  Quizás ya podía hablar con sus guardias y saber si los habían encontrado.  Cogió el micrófono.

—Aquí Lin.  Informen.

—Buenos días, señor Lin.  Le informo que está usted en una situación muy precaria.  Sus guardias no han encontrado nada, y dudo que lo hagan.  Y si lo hicieran, le aseguro que las balas no suponen una amenaza para quienes está buscando.  Yo le sugeriría que se rindiera, pero supongo que, sin presentarme antes, no me hará caso.

Lin se quedó mirando la radio.  Al cabo de un segundo, la voz, que era masculina pero neutra, y hablaba su idioma con un elegante acento de los barrios buenos de Manila, siguió hablando.

—Así que me presentaré, para que podamos seguir hablando con la educación que se requiere en estos casos.  Yo soy el tercero en discordia.  Puede usted llamarme así: Discordia, ese será mi nombre para usted.
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Cuando hubo dejado a John y al esclavo coreano escondidos en el armario de la caseta de las mujeres, Hanson se tornó invisible.  Era una cualidad de su traje inteligente, aunque no se trataba de una invisibilidad perfecta.  El traje imitaba el entorno de manera parecida a como lo hace la piel de un camaleón, con efectos muy eficaces, pero como el cuerpo de su propietario seguí allí, con su volumen, proyectaba sombras.  Era imposible evitarlo, por lo que el traje inteligente solo cumplía su función de invisibilidad si quien lo vestía sabía adaptarse al entorno para evitar la proyección de sombras.  Era un arte, y Hanson uno de sus mejores intérpretes.

Mientras los guardias entraban en la caseta, en cuyo fondo se habían escondido John y el esclavo coreano, Hanson aguardaba junto a un camastro al lado de la puerta, inmóvil, en las sombras.  Óbservó de reojo a la joven que estaba tendida en el catre, horrorizándose al comprobar su estado.  Estaba cubierta por unos andrajos sucios, y desnuda bajo ellos.  Los esclavos y soldados, sin distinción, entrarían en la habitación, y copularían con ella sin ver más allá de su sexo bajo los trapos.  O con cualquiera de las mujeres que ocupaban las otras camas.  Hanson pensó que esa era la verdadera especie que yacía bajo las mentiras cubrían toda realidad.  La animal, la bestia, la puramente humana.  En un lado de la litera estaba escrito en chino el nombre de la joven: Sae-Jin.

Hanson conocía su significado: "Joya del Universo"

En cuanto hubieron pasado frente a él los tres hombres armados, Hanson salió en absoluto silencio, dejando atrás sus cavilaciones.  Debía llegar lo antes posible a la caseta donde se había ocultado Lin.  Olí ya había comenzado a distraerle, y en los oídos de Hanson se reproducía la estúpida conversación que la conciencia autónoma estaba comenzando a mantener con el esclavista.  "¿Discordia?", pensó Hanson.  "Bueno, por lo menos eso mantendrá a Lin con la mente ocupada mientras llego hasta allí".
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Lin no sabía qué hacer.  Si hablaba con aquella voz por la radio, los guardias podrían escuchar la conversación, y la jerarquía en aquella mina funcionaba gracias al miedo: si sus hombres dejaban de temerle, Lin perdía.  Pero no responder tampoco era una opción, ya que necesitaba información sobre cuál era el estado de su familia.  Los asaltantes parecían saberlo todo sobre su vida íntima, incluyendo la existencia de su hija ilegítima, y no podía poner en riesgo sus vidas.

A Lin le costaba perder la mina, pero la idea de volarla por los aires, incluyendo a todos los que estuvieran dentro, empezaba a presentarse como la única alternativa.  Lin lo lamentaba más por la cantidad de compromisos que iba a desatender, y de dinero que iba a dejar de ganar, que por las vidas que se perderían.  Todos los que estaban allí, en realidad, ya estaban muertos para Lin.  Desde el momento en que comenzaban a ser esclavos o guardias, sus latidos solo representaban una cuenta atrás bastante corta.

Los ingenieros habían diseñado la desaparición de la mina para casos como el que se había presentado.  Lin solo debía dar unas instrucciones concretas en su comunicador, basadas en varios movimientos de los dedos, y desde ese momento disponía de treinta minutos para alejarse de allí un mínimo de dos kilómetros.  Esa era la superficie que quedaría arrasada por los explosivos repartidos por las galerías subterráneas.   Sin embargo, alguien había bloqueado el comunicador de Lin.  Le resultaba difícil de creer, pues llevaba instalados los sistemas de seguridad más caros del mercado, pero estaba claro que sus molestas visitas lo habían tenido todo en cuenta, pues su mano izquierda seguía igual, bloqueada por una luz ámbar que impedía cualquier interacción con su dispositivo.

Pero Lin nunca había confiado mucho en la tecnología.  Por eso, mandó instalar una palanca; un dispositivo manual que iniciaba una cuenta atrás, basada en un mecanismo de relojería hecho de tuercas y ruedas dentadas, y que provocaba la misma explosión prescindiendo de la información digital.  Eso no había quien lo parara.  El único inconveniente era que debía llegar hasta la entrada a la mina, abrir la puerta metálica, ya oxidada, de una de las paredes; activar la palanca, volver a cerrar la puerta para que nadie evitase la explosión, y salir pitando.

Eso es lo que haría.  Solo necesitaba saber la situación de los dos intrusos con respecto a sus guardias.  Trazó un plan con agilidad.  Solo había pasado un instante desde que le hablara la voz a través de la radio.

—Así que Discordia —dijo, pulsando el botón del micrófono con decisión—. Veo que son ustedes muy graciosos. Pero no van a salir vivos de esta mina, caballeros. Aunque crean que tienen todo pensado, deben saber con quién están tratando. Guardias: disparen a todos los esclavos, me da igual quienes sean.  Mátenlos.  Háganlo a la salud del señor Discordia.

Hanson escuchaba las palabras de Lín mientras iba cruzando con cautela, oculto en su invisibilidad, los espacios que separaban las casetas del campamento minero. Cuando el asiático dio la orden, los guardias que caminaban más cerca no parecieron vacilar mucho. Cargaron sus metralletas y se dirigieron a la puerta de la caseta más cercana, abriéndola de una patada.  Uno de ellos, sin entrar, apuntó al interior y comenzó a disparar.  En ese momento una sombra se lanzó hacia él desde su espalda y golpeó el arma, que efectuó dos disparos hacia el suelo.  El guardia que lo acompañaba no supo distinguir qué fue lo que le aplastó la mandíbula, solo vio que la luz se curvaba frente a él y después sintió el crujido del hueso.  En menos de un segundo, ambos estaban en el suelo, doloridos y desarmados.  Pero había más guardias, y en otra caseta también empezaron a escucharse gritos y disparos.  Sin perder un instante, Hanson corrió hacia los guardias más cercanos  y sin tener cuidado en ocultarse saltaba con agilidad entre las paredes de las casetas, desarmando a los soldados que no podían verlo, lanzando las ametralladoras a lo alto de los tejados.  No era una solución definitiva, pero por lo menos ganarían tiempo hasta lograr reducir a Lin.
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Desde el interior del armario, al fondo de la caseta, John captaba sin poder remediarlo las mentes torturadas de las mujeres.  Una tormenta de recuerdos dolorosos, de miedo, de hambre y tristeza.  Cada una tenía su propia voz, sus propios demonios.  El joven John siempre creía estar preparado, pero el encontronazo contra tanto dolor, la comprensión de cuán solos están aquellos que sufren, le dejaba exhausto.  Podía diferenciar los sentimientos profundamente dolorosos de cada una de las mujeres esclavizadas que yacían en aquel lugar; aunque ni entendiera las palabras que se formaban en sus mentes, por pertenecer a idiomas que no conocía, no le hacía falta traducirlo.  Su esencia le llegaba en forma de recuerdos, de imágenes, de miedos mudos pero nítidos.

Una de las mujeres pensaba en Eunji, el pobre esclavo que había intentado apuñalarlo y que ahora se escondía con él en el armario.  John supo, de alguna manera, que era su esposa, la mujer por la que él había estado a punto de morir matando.  Luego escuchó el ruido de los mercenarios entrando en la caseta.  Percibió también a Hanson inmóvil junto a la puerta, invisible, esperando que pasaran de largo para salir en busca de Lin.  También escuchó en el auricular oculto en su oído la conversación que Olí, haciéndose llamar Discordia en una de sus apariciones más teatrales, mantenía con el esclavista.  Luego Lin dio la orden de asesinar a todo el mundo.  Era su peculiar manera de obligarles a rendirse.  Había supuesto que los intrusos no podrían permitir la muerte de tantos seres humanos, y que esa orden tan cruel les obligaría a rendirse o, por lo menos, a cometer algún error.

Percibió que los guardias recibían la orden con sorpresa, y un terror irracional recorría sus pensamientos.  O ejecutaban la orden de disparar, o ellos mismos serían los próximos cadáveres.  A John no le quedaba más opción que salir de aquel armario y evitar la masacre.  Supo que Hanson ya estaba haciendo lo mismo con otros guardias, y que lo lógica era esperar que él se encargara de los que tenía más cerca.

Pero John, aunque tuviera la capacidad de leer los pensamientos, no poseía traje inteligente, no tenía las capacidades físicas de Hanson y al contrario que sus amigos, temía morir.  Una pelea contra aquellos soldados resultaba imposible.  Su única arma era la del conocimiento de las mentes ajenas.

—Olí, necesitaré que traduzcas mis palabras al idioma que hablan los soldados que tengo cerca —susurró John—.  Quiero que suenen por los altavoces de esta caseta.

—Eso está hecho, compañero.

John abrió la puerta del armario con precaución, haciendo un gesto a Eunji para que permaneciera dentro en silencio.  Se arrastró por el suelo, bajo los camastros, hasta encontrarse a la misma altura que los soldados.  Estos murmuraban entre sí, intentando decidir cómo disparar a todas aquellas mujeres tumbadas boca abajo.  En las mentes de los dos hombres se mezclaba el miedo, los recuerdos de algunas cópulas recientes con ellas y el terror hacia Lin.  Luego, ambos escucharon una voz en árabe procedente de los altavoces por los que, en ocasiones, sonaba música.

—¿Vas a matar a estas mujeres, André? No has mirado sus caras, quizás tu pequeña Wendolin esté entre ellas.  ¿Y tú, Dembo, has comprobado que tu esposa o tu hija Adela no estén ahí tumbadas?  Deberíais comprobarlo.  Realmente deberíais haberlo comprobado hace tiempo.

Los dos hombres se quedaron inmóviles unos instantes.  La voz que había adoptado Olí era muy parecida a la de John, que aprovechó lo que captó de sus mentes confundidas para seguir su plan:

—André —se siguió escuchando—, recuerda a Amina.  Recuérdala, André, con su pelo rizado y su camiseta roja.  Recuerda su mirada cuando te pidió que no la mataras.  Recuerda lo que sentiste cuando finalmente disparaste.  ¿Quieres volver a sentirlo, André? ¿Realmente quieres matar a estas mujeres? ¿Y si una de ellas es Wendolin, tu pequeña?  Quizás Lin la haya raptado para poder manipularte, para hacerte chantaje si decides no seguir sus órdenes.  Míralas bien, André, antes de disparar.

—¿Quién habla? —dijo Dembo, y el blanco de sus ojos muy abiertos resaltaba en la penumbra—

John leyó su pensamiento.

—No soy ningún demonio, Dembo.  Solo soy la voz de tus antepasados, aquellos que observan todo lo que haces.  Piensas en nosotros muchas veces, te preguntas si tendremos conocimiento de tus actos, tan viles y egoístas.  No tenías ninguna necesidad de hacer esto, Dembo, y lo sabes.  Si te hubieras quedado allí, ahora serías un hombre libre, junto a Adela.  Ni siquiera sabes dónde está tu hija.  ¿Y si son ciertos tus temores, y ella es una esclava, como estas mujeres?

John supo que Dembo estaba orinándose al escuchar aquellas palabras.  Había metido el dedo en la llaga de su alma.  Un rayo de vergüenza cruzó la mente del soldado.

—No temas, Dembo, tu secreto está a salvo.  Tan solo sal de aquí, suelta tu arma y corre.  Nadie va a hacerte nada.

Dembo hizo lo que John le ordenó, y André le secundó.  Al salir de la caseta, ambos miraron a los lados, y al no ver a nadie amenazante corrieron hasta desaparecer.  John se incorporó de debajo de la cama —donde se había escondido, cerca de los soldados, por si su plan de manipular las mentes fallaba y debía intervenir—, y pidió a Olí que continuara hablando a través de los altavoces, esta vez en coreano, en chino, en árabe, en cualquier idioma que entendieran aquellas mujeres.

—Levantaos, haced un último esfuerzo.  Vais a ser libres.
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Hanson se presentó en la pequeña caseta de la oficina a los pocos minutos, mientras John veía huir a los soldados.  Se asomó con precaución por la ventana, pues a pesar de seguir simulando invisibilidad a través de su traje, las sombras podían traicionarle.  Dentro no había nadie.

—Olí, no veo a Lin —dijo—.

—Creo que ha salido del puesto de la radio —le respondió la conciencia autónoma—, pero ignoro dónde puede encontrarse.  Este lugar es un desierto para mí, no tiene conexiones ni puertas al mundo de la información.  Siento ser de poca ayuda.

Los soldados no tardarían en recuperar sus armas y seguir cumpliendo la última orden de Lin, por lo que era urgente encontrarlo.  Hanson observó con atención a través del cristal sucio.  El micrófono de la radio analógica colgaba de un borde de la mesa, aún pendoneando, por lo que no hacía más de un minuto que Lin se había marchado.  La puerta estaba cerrada, por lo que dedujo que quiso salir despacio para no hacer ruido, y eso significaba que no estaba lejos.  Hanson miró alrededor.  Sabía que la caseta más cercana, a veinte metros de distancia, en realidad era la entrada a las profundidades de la mina.  Probablemente entre las galerías habría un pasillo para escaparse de allí.

—John, creo que sé dónde encontrar a Lin, pero voy a necesitar tu ayuda psicológica.  Seguramente está intentando huir por la mina.

—¿Es seguro salir? —preguntó John por el comunicador, aún en la caseta de las mujeres—

—De momento, sí, pero no por mucho tiempo.

Cuando John asomó por la puerta de la caseta, una bala atravesó la madera cerca de su cabeza, y al instante escuchó el disparo.  "Las balas siempre llegan antes que su sonido", pensó John, "y ni siquiera yo puedo predecir eso, porque los hombres que llevan las armas piensan de maneras extrañas.  Probablemente estén ajo los efectos de alguna droga."

—Hanson, me temo que de momento vas a tener que arreglártelas solo, iré en cuanto pueda.

—De acuerdo, pero ten cuidado.

Por lo menos, los soldados que habían recuperado sus armas no estaban masacrando aún a los esclavos.  Hanson había escuchado el disparo y él mismo se había puesto a cubierto instintivamente, a pesar de su invisibilidad.  Sin perder mas tiempo, se acercó hasta la caseta de la mina y abrió la puerta, escondiéndose antes de entrar por si alguien estaba apostado con un arma al otro lado.  Cuando comprobó que no había nadie se coló en silencio, atento a cualquier ruido que pudiera delatar a Lin.  En el interior de la caseta solo había un hueco en el suelo, de tierra, y una escalerilla de mano para bajar por él.  Hanson no tuvo más remedio que hacerlo.  Diez metros más abajo el túnel vertical terminaba en una galería pobremente iluminada, de forma cilíndrica y unos tres metros de radio.  A poca distancia, una puerta metálica estaba abierta.  Hanson se acercó sigilosamente, pero antes de llegar vio cómo Lin salía apresuradamente, creaba l apuesta y caminaba deprisa hacia el fondo de la galería.  A unos veinte metros ésta se bifurcaba.  Si Hanson permitía que llegara hasta allí, probablemente no volvería a verlo.  Sin mucha miramientos, Hanson cubrió en tres saltos los metros que le separaban del asiático, cayó sobre él y lo inmovilizó, mientras ordenaba a su traje inteligente que su invisibilidad se desactivara.

—Quédate quieto, Lin, o me veré obligado a disparar.
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John aprovechó los pocos segundos que tenía antes de que soldados llegaran hasta la caseta para desatar a las mujeres de sus camastros. Eunji le ayudaba; había salido del armario para correr hacia Sae-Jin, su esposa, que apenas tuvo fuerza para levantar los brazos y ser alzada.

—Todas hacia la parte de atrás de la caseta, rápido, Eunji, antes de que regresen los soldados.

El fondo de la construcción estaba a oscuras, y no era difícil hacer un parapeto con los camastros.  Eunji empujó a las mujeres hacia allí y fue levantando las camas para construir una barricada que las separara de un ataque.  Aunque las balas no se detendrían con los colchones de gomaespuma, por lo menos ofrecía a las mujeres un lugar donde resguardarse mientras aquel extraño europeo intentaba deshacerse de los guardias.  Y quizás varias filas de colchones evitaran por lo menos algún daño. Además, Eunji ignoraba que la orden era matarlos a todos.

John intentó averiguar algo del soldado que estaba apostado, pero no lograba distinguir entre la multitud de mentes que poblaban su entorno: las mujeres nerviosas por la inminente liberación, Eunji animado ante la misma perspectiva, y muchas imágenes de muerte y venganza, todas llenas de miedo.  Le resultaba imposible saber nada de quien estuviera apuntando hacia la puerta de la caseta.  Quizás ya eran más, y ya se dirigían hacia allí dispuestos a todo.  Las cosas, en realidad, no habían mejorado mucho.

Una voz sonó en la radio de los soldados.

—Aquí Lin, diríjanse todos a la entrada de las galerías, queda anulada la orden de disparar.  Quiero que bajen todos a las galerías, comenzamos la evacuación de la mina.

Una gran confusión se adueñó de las mentes de los guardias.  Mientras intentaba averiguar qué estaba ocurriendo, Olí habló al oído de John.

—He imitado la voz de Lin para intentar dirigir a todos los guardias hacia la entrada a la mina.  Sé que Hanson está allí, persiguiendo a Lin, y se me ha ocurrido que es la única manera de que puedas sacar a toda esta gente de aquí.  Hanson podrá manejar bien la situación, John.  Tú intenta liberar a toda esta gente.

—Se nota que eres una conciencia autónoma, Olí, y que no tienes un cuerpo que necesite beber agua y descansar con frecuencia.  No hay forma de sacar a tanta gente de aquí sin ayuda, y menos en las condiciones en las que se encuentran.  Nuestra única opción es neutralizar a Lin y sus soldados y esperar ayuda.

—En ese caso, mi idea de enviarlos a la galería puede resultar útil.  Allí sería posible encerrarlos de alguna manera, o por lo menos hay más posibilidades de hacerlo que en la superficie.

John se asomó un poco por la puerta.  Unas figuras se alejaban hacia una de las casetas; seguramente, pensó, la que daba acceso a la mina.

—Eunji —dijo en voz alta—, debemos reunir a todos los esclavos en un solo sitio.  ¿Cuál es la caseta más grande?

—Probablemente, esta —respondió desde el fondo el coreano—.  Pero no creo que quepamos todos.

—Lin ha ordenado a los guardias que entren en la mina, tenemos la oportunidad de reunirlos a todos, pero no sé por cuanto tiempo.  ¿Te encargas de hacerlo?  Yo debo ayudar a mi amigo a terminar con esto.

—Tranquilo, yo reuniré aquí a todos los que pueda.

John no podía dejar solo a Hanson, sabiendo que se iba a enfrentar a Lin y todos sus soldados.  Su traje inteligente podía absorber el impacto de las balas, hacerlo invisible y muchas otras maravillas, pero tenía un límite.
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Quince minutos después, John ya no veía más guardias por la superficie.  Antes de dirigirse a la entrada a la mina, comprobó que Eunji había reunido a todos los esclavos.

—Hay algunos heridos, y he visto muertos —le dijo—.  Pero estamos dispuestos a luchar si es necesario.

—Espero que no.  Guardad las fuerzas para salir de aquí y sobrevivir a lo que os queda por pasar cuando lo consigáis.  Luchar en estas situaciones no soluciona nada.

Y eso era lo que esperaba John, que no hubiera lucha.  Sabía por experiencia que la violencia solo desembocaba en más violencia, que los que sobrevivían a vidas como aquellas ya estaban marcados para siempre.  Él sabía mejor que nadie que la exposición a la violencia provoca una enfermedad en la mente, incurable.

Bajó con cautela las escaleras hacia la galería.  Percibía las mentes de los guardias, confusos, pues no habían recibido más órdenes después de escuchar que bajaran allí.  Ellos no sabían salir de la mina.  Sus cerebros, deteriorados por las drogas y el miedo, no podían orientarse.  John se mezcló entre ellos.  Los primeros que le vieron le apuntaron con sus armas, pero él siguió caminando hacia el fondo, esperando alguna señal de Hanson.  Solo esperaba encontrarse con su amigo antes que con Lin, en el caso de que siguiera libre.

—Mohamed... Mamadou... Chez...

John iba pronunciando los nombres de aquellos que se cruzaba, cuando conseguía adivinarlos, y la sorpresa los dejaba inmóviles.  En algunos de ellos detectó el miedo ancestral a la brujería, a que él fuera un demonio blanco dispuesto a poseerlos.  A éstos los ignoraba, esperando que no le dispararan por la espalda.  Finalmente, encontró a Lin.  Estaba arrodillado en el suelo, en actitud sumisa.

—¡Que nadie se acerque, todos lejos de mí! —decía el filipino—

John supuso que Hanson no podía andar muy lejos.  Se concentró en los pensamientos de Lin.  Aún resonaba la amenaza que le había proferido su amigo: "Cuando se acerque el primer guardia, te dispararé en una pierna.  Seguro que los demás no desaprovechan esa oportunidad de vengarse de ti, Lin.  Te van a despedazar.  Así que procura que no se acerquen."

Era una buena manera de ganar tiempo, pero en la mente de Lin existía un temor que John no lograba descifrar.  Visualizó una puerta metálica, vio las manos de Lin accionando una palanca, allí había unas palabras escritas en chino... ¿qué podría ser?  Un miedo cerval acompañaba a esos recuerdos de Lin.

—Olí, aquí está pasando algo que no sabemos —susurró John—.  Lin está recordando algo relacionado con una palanca, no lejos de aquí.  ¿Tú puedes detectar de qué se trata?

—Lo siento, John, pero me resulta imposible.  Este lugar carece de computadoras, conexiones a Internet o inteligencias artificiales.  Estoy totalmente ciego.

—Yo tampoco sé nada de palancas —se escuchó decir a Hanson—.  Lin estaba intentando huir por una de las galerías.  Lo reduje aquí y le amenacé con dispararle si se movía.  Y hasta aquí hemos llegado.  Ya no sé cómo salir de este atolladero.

—Olí, ¿hay megafonía en estas galerías? —dijo John—  Quizás podamos hacer que estos guardias se rindan.

—Aún no me he puesto en contacto con las autoridades —dijo Olí—, hasta que no tengamos la salida asegurada.  Es importante que nadie sepa de nosotros, ya lo sabéis.  Si se rinden, deberíamos ser capaces de quitarles las armas hasta que llegue la milicia de Turkmenistán.

John sentía cómo el terror de Lin crecía cada segundo.

—Tengo que hablar con Lin.  Nos está ocultando algo, y no sé qué puede ser.  Voy a acercarme a hablar con él.

John rompió la barrera de hombres que rodeaban a Lin.  Las armas se movieron y varios guardias gritaron algo.

—Diles que no hagan nada, Lin —dijo John—, y tú y yo hablaremos de esa palanca que has accionado.

Lin miró a John con los ojos desorbitados, y éste se concentró en sus pensamientos.  "¿Lo sabe? ¿La ha desarmado? No, cerré esa puerta y solo yo tengo la llave.  Este lugar está muerto.  Todos."

Mientras se acercaba a él, John intentaba averiguar el motivo de su nerviosismo.  La imagen de un mecanismo con una palanca grande, de color amarillo, hacía eco en la cabeza de Lin.  John se agachó junto a él y acercó su comunicador a la boca.

—Chicos, hay una palanca amarilla en alguna parte que nos va a matar a todos.  Parece que tiene una cuenta atrás.  También hay una puerta cerrada con una llave que solo tiene Lin, supongo que la palanca está detrás.  Ah, ya lo veo más claro.  Es una bomba.  Lin intentó activarla a través de su comunicador, pero Olí lo impidió sin querer, al bloquearlo.  Lo ha hecho manualmente en algún lugar de la mina.

—Yo sé qué lugar es —dijo Hanson—, está cerca de la entrada.  ¿Dónde tiene la llave?

—¿Donde tienes la llave, Lin? —preguntó Hanson—

—¿Qué llave?

—La tiene metida en el calcetín izquierdo—dijo John, y Lin lo miró con verdadero pánico—.

Una sombra confusa se movió frente al aterrorizado asiático, y la llave salió de su calcetín como si volara.  John lo miraba fijamente.

—Creo que nos quedan menos de cinco minutos, Hanson.  Dime, Lin, ¿solo hay que subir la palanca o hay que hacer algo más?

Lin guardó silencio.

—Con subir la palanca es suficiente.  Es un sistema sencillo.

—Ya estoy frente a la puerta.  Pero tenemos visita, John.  El hombre que te atacó desde el tejado está aquí, acompañado por más gente.  Tienen cara de pocos amigos.

—Creo que los hombres que has estado esclavizando quieren charlar contigo, Lin.  Supongo que necesitaréis un poco de intimidad.  Ahora que hemos desactivado la bomba, tenéis tiempo de sobra.
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Pasaron varias semanas hasta que Hanson, John y Olí supieron qué suerte había corrido Lin.  Los militares aparecieron poco después de que abandonaran el lugar, y los tres suponían que Lin habría sido linchado hasta morir.  Sin embargo, el esclavista estaba vivo y gracias a eso se había podido desarticular su compleja red de tráfico de personas.  Intrigados por lo que pudo ocurrir, Olí localizó en Katmandú a Eunji y Sae-Jin, y John, que llevaba tiempo deseando hacer un viaje a Nepal, fue a su encuentro.

—Si Lin sigue vivo, es gracias a mi esposa, Sae-Jin —relató orgulloso Eunji—.  Tanto los soldados como los trabajadores de la mina estaban dispuestos a aplastarlo.  En cuanto lo dejasteis allí, abandonado a su suerte, él ya se dio por muerto.  Al principio no nos rogó.  Incluso intentó imponerse, hacer valer su autoridad en base al miedo que nos había inculcado a todos, y lo cierto es que poco faltó para que lo consiguiera.  Pero alguien le arrojó una piedra, que le golpeó la cabeza, y comenzó a sangrar.  En ese momento se vino abajo.  Un guardia se acercó y le golpeó con la culata de su arma.  Otro le comenzó a dar patadas, y pronto todos quisieron hacerle daño, vengarse, despellejarlo vivo.

"Y cuando estaba a punto de ocurrir, apareció Sae-Jin y comenzó a apartar a los atacantes, gritando que lo dejaran, que no lo hicieran, que Lin no podía morir así.  Yo temí por su vida, pues casi también comienzan a golpearla a ella, acusándola de ser su cómplice, o cosas peores.  Y de alguna manera, Sae-Jin se hizo escuchar.  Dijo que aunque Lin fuera el peor de los seres humanos, nosotros no lo éramos.  Que él era un torturados y un asesino, pero que nosotros no.  Que pagarle con la misma moneda solo nos convertía en unas bestias, como era él, y que ser como él era algo que ella no podría soportar."

"Luego se volvió hacia Lin, cuando la gente se hubo calmado, y le dijo: 'Lin, mereces el sufrimiento eterno.  No hay en esta vida castigo suficiente para hacerte pagar por lo que has hecho a tanta gente.  Pero hoy nosotros vamos a hacer algo que tú jamás has hecho ni podrás hacer: vamos a perdonarte la vida.  Vamos a dejar que sigas viviendo, con todo lo que eso supone para ti.  Que cada uno de los días que pases a partir de hoy aparezcan los rostros de los seres humanos que has hecho sufrir, y sueñes con ellos, y te acompañen siempre'.  Los demás comprendieron, no sé cómo, que Sae-Jin tenia razón, que en el fondo Lin hubiera preferido morir allí, en manos de quienes había torturado, antes que vivir el resto de su vida avergonzado y preso, y sobre todo sabiendo que quienes había esclavizado eran mucho mejores que él en todos los sentidos.  Así que Lin sobrevivió ese día, gracias a mi esposa."

—Tus padres sabían bien lo que hacían cuando eligieron ese nombre para tí, Sae-Jin —dijo John—.  Joya del Universo.  Probablemente, la mayoría de los hombres que se liberaron ese día sobrevivan en las calles de cualquier gran ciudad de Asia o Europa, puede que delinquiendo o como vosotros, ganándose la vida honradamente.  Para cada uno de ellos, la vida es un poco mejor gracias a ti, y al ejemplo que les diste ese día.  Lo recordarán siempre, y cuando relaten a sus hijos los tiempos en que fueron esclavos, no le darán importancia al sufrimiento y las privaciones.  Contarán que lo que verdaderamente pasó allí fue que una mujer, Sae-Jin, perdonó al hombre que les raptó, y que gracias a eso, sus vidas cambiaron para siempre.
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John permaneció en Nepal varios meses, hasta que encontramos otra misión que cumplir y Hanson y yo fuimos a buscarle.  En las montañas, su mente encuentra el silencio que no puede hallar en medio del ruido que todos, imprudentemente, hacemos al pensar.
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