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Joya del Universo (II)


27 de enero de 2024

(Este relato comienza aquí)


— A esos hombres los quiero en el camión dentro de media hora.  Los que ya han pasado por la mina no me sirven, haga con ellos lo que quiera.  Métalos en el camión si no sabe qué hacer con ellos, pero no se los pagaré.

—¿Y las mujeres? —el asiático trotaba tras el hombre rubio escribiendo a trompicones en el comunicador del brazo—

—Las mujeres... tengo que verlas antes de tomar una decisión.

—Por supuesto, por supuesto.



En la voz de Lin, el asiático, vibró cierta preocupación porque esas mujeres estaban muy desnutridas; llevaban  dos meses encerradas en la caseta, comiendo gachas y soportando las embestidas de los esclavos mineros.  Lin pensó en que podrían administrarles una dosis de cocaína para animarlas, pero no le dio tiempo a murmurar la orden en su comunicador, porque el hombre rubio al que perseguía se volvió hacia él con violencia.

—Espero que las mujeres estén en perfecto estado, señor Lin.  No me gustaría comprobar que he venido hasta aquí para nada.  Y a usted tampoco.

La mirada del hombre, azul y penetrante, atemorizó al asiático.  Pero luego se recordó que él era el traficante de esclavos más respetado del continente asiático, y que la venta que estaba haciendo no era tan importante como para amilanarse ante el europeo rubio que había acudido allí sin credenciales.

—No tema, señor.  Le aseguro una total satisfacción.

El hombre rubio miró con intensidad a Lin, y por unos instantes al asiático le pareció que le estaba leyendo el pensamiento.

—Es usted el que debe tener miedo si me miente, señor Lin.  Sus hijas no están tan seguras en su mansión de Manila como usted cree.

A Lin le recorrió un escalofrío por la columna vertebral.  ¿Cómo era posible que el europeo tuviera esa información?  Sin embargo, su respuesta no se demoró ni un instante.  Lin abandonó su actitud sumisa en ese momento.

—Caballero, veo que es usted muy estúpido —a pesar de la diferencia de estatura, se creció al hablar—.  Si posee ese tipo de información, ha hecho mal en revelarla.

Lin y el europeo se miraron a los ojos unos instantes.  En los del hombre rubio había una expresión divertida, y eso desconcertó más al asiático.

—No veo por qué, señor Lin.  De esta manera le hago saber de lo bien informado que estoy sobre usted y su familia.  Además, seguro que un hombre con estilo, como yo, podría llevarse bien con alguna de sus hijas.

—Considérese usted muerto, señor —dijo Lin sin pararse a pensar—.

La mirada azul del europeo no se movía de las negras pupilas de Lin.

—¿Tan muerto como puede estarlo la mujer que vive en Nueva York, la señora Alessandra Ichon? No sé, señor Lin, no sé si realmente puedo estar tan muerto como quizás esté ella.  Ya tiene ochenta y dos años, ¿verdad?  O los cumplirá dentro de pocos días; y a esas edades uno ya no puede esperar mucho de la vida, a pesar de las comodidades que se disfrutan en su clínica privada.  ¿O se refiere, quizás, a tan muerto como su primera hija, la problemática pero querida Abigail?

El europeo dejó de hablar, dejando la frase casi a medias.  No le aclaró a Lin si Abigail ya estaba muerta.  Al asiático le caía una gota de sudor por la frente.  Averiguar que su madre vivía en una clínica privada de Nueva York era muy difícil, pero nadie sabía lo de su hija secreta, Abigail.  Él mismo había dejado de espiarla, por la propia seguridad de la niña, hacía más de seis años.  Aquel tipo no podía tener esa información; simplemente era imposible.  Acostumbrado a solucionar sus problemas sin muchas discusiones, Lin efectuó un discreto movimiento con los dedos de la mano izquierda, y el comunicador avisó a sus hombres que dispararan al europeo inmediatamente.

—Lamento decirle que no tenemos nada más que hablar.

Lin esperaba el disparo de un momento a otro.  Calculó que llegaría desde un tejado a su derecha, donde siempre había un francotirador, lo que le evitaría las salpicaduras, así que permaneció mirando fijamente al europeo, sin pestañear.  No quería perderse la muerte del hombre que, por primera vez en muchos años, había logrado atemorizarlo.

—Algo queda por hablar, señor Lin.  De hecho, tiene usted muchas cosas que contarme.  No espere usted que su hombre del tejado me mate.  La orden no ha salido de su comunicador.

Lin, esta vez sin disimulo, alzó el brazo izquierdo y movió la mano para intentar activarlo.  Se dio cuenta de que su comunicador estaba bloqueado, con una luz ambarina rodeando su mano.  Miró hacia el tejado donde debía hallarse el francotirador y levantó el brazo con apuro, para avisarlo.  Una figura se alzó desde el tejado.  No era su hombre.  Lin permaneció agitando los brazos mientras intentaba reconocer la figura, y ésta levantó una mano, moviéndola como si le estuviera devolviendo el saludo.  Lin no reconoció al hombre.

—Ah, ahí está —dijo el europeo—.  Le presento a Hanson, mi socio.  Es un señor muy simpático, seguro que él y su hombre del tejado ya se han hecho amigos.

Lin consideró que su única alternativa era correr.  Si llegaba hasta la caseta de las oficinas, le costaría un instante ordenar a sus hombres que disparasen al europeo y al hombre del tejado.  Pero entonces se dio cuenta de que su acompañante lo había acorralado contra la pared de una caseta, y que solo podía huir pasando por delante suya.  Lin nunca había cometido tantos errores juntos: fiarse de un desconocido porque se lo había enviado un cliente de confianza; llevarlo hasta la mina de cobre para mostrarle la mercancía; creer que ese europeo tan encantador no le iba a representar ningún problema y, finalmente, quedarse solo con él dejándose acorralar contra una pared.  Afortunadamente, aún le quedaba la pistola que escondía en la parte trasera del pantalón.  La sacaría con un movimiento rápido y dispararía a bocajarro, sin dejar al europeo tiempo para reaccionar.  Aunque no consiguiera matarlo, el ruido del disparo alertaría a sus hombres, que tardarían poco en coger sus armas y aniquilar a todo lo que se moviera.

Pero al echarse la mano a la parte trasera de la cintura, solo palpó el vacío bajo la camisa.  La pistola no estaba enganchada en el pantalón.

—¿Busca esto, señor Lin?

El que habló no era el europeo; era una voz nueva, más ronca, y con un acento inglés diferente al del hombre rubio.  Lin se volvió para descubrir su pistola en manos de un hombre alto y delgado, pero de cuerpo fibroso y, lo mismo que el otro, una expresión divertida en la mirada.  Eso era lo que más le estaba desesperando a Lin de todo aquello: parecía que todo el mundo estaba de guasa esa mañana.

Lin pensó después en la imposibilidad de que el recién llegado fuera el mismo hombre que le había saludado desde el tejado.  No había tenido tiempo de llegar hasta allí, y además sus soldados le habrían visto.  ¿Cómo era posible que se hubieran colado dos hombres en la mina sin que nadie los viera?  Sin embargo, era el mismo, a no ser que tuviera un clon.  Lin se volvió hacia el tejado.

—Sí, señor Lin, soy el mismo hombre —dijo Hanson—.  No se sorprenda, soy difícil de detectar.  En fin, supongo que ahora que ya no tiene pistola, podemos hablar con calma, ¿verdad, John?

—Supongo que sí.  Señor Lin, voy a hacerle unas cuantas preguntas sobre la organización que dirige.  Si me miente, lo sabré.  ¿Lo ha entendido?

Aunque el poderoso traficante de esclavos se sentía atrapado, algo le decía que ése no era su final.  Un detalle se le estaba escapando, y su poderosa intuición intentaba comunicárselo; algo que le iba a salvar la vida.  Solo necesitaba un poco de tiempo para saber qué.  Lin dejó de sentirse asustado y permitió que las cosas siguieran su rumbo.

—Quiero que me diga cuáles son los enlaces de su red, señor Lin —dijo John—.  Nombres y lugares.  Vaya diciéndomelos todos.  Si comprobamos que son ciertos, su madre, su hija Abigail, su esposa y sus hijas en Manila no sabrán que esta conversación está teniendo lugar.  Pero si nos miente solo una vez... solo una vez, señor Lin, quiero que quede claro: solo una.  Entonces lo sabrán, y no va a resultar agradable para nadie.

Hanson, que se había colocado a la izquierda del traficante, había activado su comunicador y en su brazo se representaba el holograma de la vivienda en Manila de Lin.  Parecía una imagen en tiempo real, retransmitida por alguien que espiaba la casa desde detrás del seto.  A lo largo de la fachada podían verse figuras oscuras acechando puertas y ventanas, agazapadas detrás de macetas y mobiliario de jardín.

—¿Quiénes son ustedes, quién les envía?

—Respuesta incorrecta —dijo Hanson, que efectuó un movimiento con los dedos.  En ese momento uno de los hombres de la casa de Manila se acercó la mano a la oreja, en señal de haber recibido una orden, y saltó al interior atravesando una ventana.  Lin lo vio claramente en el holograma de Hanson.

Lo que ocurrió a continuación fue tan rápido que nadie en la mina se dio cuenta en ese momento.  Un bulto pardusco cayó con gran peso sobre el cuerpo de John, tirándolo al suelo.  Al instante, el cuerpo del otro hombre, Hanson, desapareció en el aire, como si fuera un fantasma.  Lin, tan sorprendido como sus captores, aprovechó para comenzar a correr hacia la caseta de las oficinas, que estaba cerca y era donde descansaban sus guardias.

El bulto que había caído sobre John cobró vida: era un muchacho escuálido, de rasgos coreanos, que sacó un cuchillo de algún lugar entre sus harapos, lo elevó sobre sí con los dos brazos y lo lanzó con ira hacia el cuerpo de John, que no había tenido tiempo de reaccionar.  Cuando el cuchillo ya bajaba dispuesto a clavarse en el pecho de su víctima, chocó contra algo, y como si hubiera golpeado un trozo de metal invisible, salió despedido, doblando las muñecas del atacante y dejándolo sentado a horcajadas sobre John.

Hanson, el hombre que se había esfumado unos segundos antes, volvió a materializarse.  Estaba de pie junto a John y el asesino, y con un movimiento rápido lo cogió por los brazos, inmovilizándolo.  John se incorporó de un salto.

—Lin está alertando a sus guardias.  Vamos a escondernos inmediatamente —dijo mientras doblaba la esquina de la caseta junto a la que había sucedido todo.

Hanson asía con fuerza las dos manos del hombre recién capturado, manteniéndolas en su espalda, y le obligó a correr delante de él empujándolo con fuerza.  Era un hombre muy joven, menudo y desnutrido.  Sin duda, pensó Hanson, uno de los esclavos de Lin.

Entraron en la caseta mientras todos los guardias eran alertados a gritos, cogían sus armas y comenzaban a correr por la explanada.  En el interior flotaba un olor ácido y pesado y estaba oscuro; unos ventanucos estrechos y muy elevados dejaban entrar algo de la luz del sol, pero a John le hacía falta tiempo para adaptarse a la oscuridad.  No así a Hanson, que de un vistazo reconoció el lugar.

—Esta es la caseta de las esclavas sexuales.  Al fondo hay un lugar donde podemos ocultarnos, pero estas mujeres corren peligro si nos quedamos aquí.

John fue captando los detalles.  La caseta era alargada, llena de camastros dispuestos en dos hileras, pegados a ambas paredes.  Sobre cada uno de ellos yacían diferentes formas humanas.  Todas  llevaban las dos muñecas encadenadas al jergón, lo que las obligaba a permanecer siempre boca abajo.

Arrastrando al nuevo rehén, John y Hanson se apresuraron al fondo de la caseta.  Allí había un armario de altura suficiente para esconderse.  Lo abrieron, descubriendo dentro varias mantas apiladas.  Hanson soltó al hombre que llevaba consigo, que no había abierto la boca y se dejaba llevar sin ofrecer resistencia, con la mirada gacha.  Hanson se quedó observándolo un instante.

—Creo que es de Corea del Norte —dijo John—.  Y es uno de los esclavos.  No logro descifrar sus pensamientos, por eso nos ha sorprendido.

—Meteos aquí —dijo Hanson—, de momento no tenemos un lugar mejor.  Olí nos ayudará a salir de esta.

John ayudo al coreano a meterse en el armario, haciendo un hueco entre las mantas, y él también se metió.  Cuando hubieron cerrado las puertas, Hanson volvió a desaparecer.  Las mujeres que yacían en las camas no se habían girado a mirarlos.

En el interior del armario, John miraba a su atacante con intensidad.  Percibía una mente confusa, llena de miedo y odio, con ganas de morir matando.  Comprendió que su auténtico objetivo era Lin cuando se lanzó desde el tejado con el cuchillo, pero que en su estado mental no supo distinguir sobre quién caía.  John acercó el comunicador a su boca y susurró unas palabras en español.

—Olí, voy a intentar hablar con este hombre, quizás pueda ayudarnos a salir de este atolladero.  Necesito traducción.

—Claro, querido amigo —dijo una voz amable en el oído de John—.

—¿Cómo te llamas? —preguntó John en coreano, intentando que su acento fuera inteligible para aquel hombre—

—Eunji —le respondió, con voz de muchacho joven.  John pensó que no tendría mas de veintidós años—.

—¿Querías matar a Lin?

—Quería salvar a mi esposa, Sae-Jin.  Yo la traje hasta aquí, yo arruiné su vida.  Quería morir para no seguir pasando vergüenza, pero antes, matar a ese hombre.

—¿Tu esposa está aquí?

—Está en una de las camas cerca de la entrada.  Los esclavos que trabajan bien entran aquí y fornican con ella.  Como está cerca de la puerta, es una de las que más hombres recibe.

John escuchaba la traducción que Olí le susurraba al oído, mientras Eunji hablaba; pero sobre todo captó la imagen mental que acompañaba a sus palabras, y obtuvo el resto de la información:  habían llegado hacía dos meses, aunque parecían llevar allí muchos años.  Vio en los recuerdos de Eunji el viaje en camión, y después en tren, hacinados en un vagón de mercancías.  Percibió con espanto el aborto que le habían practicado a su esposa, embarazada de tres meses, en presencia del pobre Eunji.  Cuando los dos norcoreanos creían haber llegado a París, se encontraron en aquel lugar, un desierto frío con algunas casetas y un gran boquete en el suelo donde a Eunji comenzaron a obligarle a extraer piedras, mientras Sae-Jin desaparecía en aquella caseta.

—No estás en París, Eunji.  Estás en Turkmenistán, y esta es una mina ilegal de cobre.  Has sido embaucado por una red de esclavistas, y Lin te ha comprado.  Mi compañero y yo estamos intentando desarticular esa red, y por eso estamos aquí.

Eunji ya sabía aquello, no hacía falta que nadie le explicara lo que había pasado.  Corea del Norte, desde la caída del régimen comunista, se había convertido en una anarquía feroz e incontrolable, una tierra disputada por Corea del Sur, China y Japón; un país prescindible, lleno de seres humanos sin capacidad de reacción, que eran utilizados como experimento sociológico.  Y Eunji comprobaba que fuera de su país las cosas no eran mucho mejor; que cualquier animal salvaje vivía en mejores condiciones que él y su esposa.  Eunji deseaba haber nacido gato, y por eso llevaba cuatro días escondido en el tejado, bebiendo agua de lluvia, observando a su esposa, llorando y planeando dos muertes útiles: la suya, y la de su captor.

Las puertas de la caseta se abrieron de golpe.  John y Eunji escucharon los gritos de los guardias, las voces asustadas y débiles de las mujeres.  Por las rendijas del armario se coló la luz del sol.  El rostro de Eunji ya era el de un cadáver, pómulos afilados y ojos hundidos.  John habló a su comunicador.

—¿Tenemos alguna posibilidad?

—De momento, no se os ocurra hacer ningún ruido —dijo la voz de Olí—.  Es posible que comiencen a disparar a todo lo que consideren sospechoso.

Los pasos de las botas se acercaban al armario.  John iba desarmado.  Ni siquiera tenían el cuchillo con el que le había atacado Eunji.


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Esta historia terminará en la siguiente entrega de "Joya del Universo"

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