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Joya del Universo (I)

26 de enero de 2024

— No tienes nada que temer.  Es un viaje largo, y es cierto, es muy incómodo.  No hay aire, ni luz; seréis muchos dentro del camión y en ocasiones pensarás que el olor a orín va a volverte loco.  Son más de dos días seguidos encerrado, es cierto.  Pero al final se llega.  Y, ay, amigo, cuando llegues.  Verás la ciudad más hermosa que hayas imaginado nunca.  Las avenidas son amplias, rodeadas de praderas verdes y cuidadas.  Las fachadas de los edificios son blancas y sus balcones floridos son los más bellos que puedas imaginar.  El aire es puro, frío, limpio.  No tardarás en olvidar los días encerrado en el camión.


—¿Y el trabajo? ¿En qué consiste el trabajo?

—Una vez hayáis llegado a París, os darán cobijo.  Unos pisos pequeños, pero limpios, para estar unos días.  Allí os harán entrevistas.  Según cómo las respondáis, os elegirán destino.  Unos iréis a trabajar en las fábricas de juguetes, otros en la limpieza de oficinas, o incluso de dependientes en tiendas.  Hay mucho trabajo.  Y está muy bien pagado.

—Ya dije que mi esposa está embarazada.  Ella está dispuesta a trabajar duro, pero espero que lo tengan en cuenta a la hora de asignarle un destino.

—Por supuesto, mi querido amigo, por supuesto.  Como te he dicho, hay muchos trabajos diferentes. Si está esperando un bebé, lo tendrán presente.  ¿De cuántos meses?

—De tres.  Aún no se le nota.

La mujer de kimono verde anotó algo en su hoja electrónica, con trazos rápidos, en chino.  Eunji no entendía bien el chino, y menos el dialecto en el que la vio escribir.  Supuso que estaba anotando lo del embarazo.  De pronto, a Eunji le asaltó una duda:

—Supongo que el crío no cuenta como pasajero, ¿verdad?

—No te preocupes, no lo vamos a tener en cuenta —respondió la mujer con una sonrisa dulce—.  Los bebés que no han nacido, no tienen que pagar el viaje.

Eunji se sintió aliviado.  Diez millones de wongs ya era una cantidad desorbitada para unos obreros de Corea del Norte.  Pasarían una vida de trabajo duro en Europa para poder pagar esa deuda, más los intereses del veinte por ciento.  Puede que su hijo no nacido y sus futuros hermanos aún tuvieran que seguir pagándola.  Pero aún así, era mejor que quedarse.  Los padres de Eunji habían muerto de hambre; en la generación siguiente, al hambre había que añadir la violencia más despiadada.  El comunismo alucinado de principios de siglo había dado paso a una anarquía salvaje.  Afortunadamente, existían personas como Lady Chen, la mujer del kimono gris, que salvaba gente de morir devorada por las alimañas que dominaban las aldeas y caminos.

—Respecto al pago —dijo Eunji—, me dijeron que antes de salir había que entregar una cantidad.

—Tienes que pagarme cien mil wongs por adelantado,  cincuenta mil por ti y otros tantos por tu mujer.  Es la cantidad mínima.  Si tienes más, también puedes dármelo, y te lo descontaremos de la deuda.

—Tengo los cien mil, pero nada más.  

—En ese caso, tu deuda será de nueve millones novecientos mil wong —a Eunji le pareció que a la mujer le brillaban los ojos al recoger el fajo que el joven sacó de la manga de su chaqueta—.  De lo que ganéis tú y tu esposa en Europa, el setenta por ciento será para saldar la deuda, y el resto para vosotros.

—¿Y cuánto cree que ganaremos allí? ¿Tendremos suficiente dinero para vivir?

—El salario mínimo en Europa es de mil euros, que equivalen a un millón y medio de wongs.

Eunji abrió los ojos como platos.  Sabía multiplicar y dividir.  Iban a ganar cuatrocientos mil wongs cada uno, al mes.  La sangre corrió veloz por las venas del joven obrero, que sonrió a Lady Chen con su boca de dientes ennegrecidos.

—El próximo martes, a las tres de la madrugada, en el lugar convenido —dijo Lady Chen mientras guardaba el dinero en un cajón cerrado con llave—.  Si el chófer sospecha que alguien os ha seguido, se irá sin recogeros, y no tendréis derecho a recuperar la fianza, así que tened mucho cuidado.  No debéis decir a nadie que os vais, ni siquiera a vuestros padres.

Eso no era un problema, tanto Eunji como su esposa estaban solos.  Quedaba muy poca gente en Corea del Norte con familia viva.

Cuando regresó a la cabaña seguía lloviendo.  Sae-Jin estaba escondida bajo los escombros, adormilada.  Eunji le contó toda la conversación que había tenido con Lady Chen; le describió las avenidas amplias y limpias de París, y finalmente le reveló la cantidad de dinero que se ganaba allí.  Sae-Jin se ruborizó al escuchar aquella cifra tan escandalosa.

—Si se gana tanto dinero, es normal que ellos se lleven el setenta por ciento de las ganancias—razonó la joven, intentando justificar aquel abuso—.  Seguro que arriesgan mucho llevándonos hasta allí.

—Seguramente es así —dijo Eunji—.  No son trabajos legales, podrían meterlos en la cárcel por llevarnos.

Apenas pudieron dormir hasta el martes.  Dado que les esperaban tres días de encierro en un trailer, junto a otros pasajeros, decidieron comer y beber lo menos posible durante todo el día anterior, con el fin de eludir lo más posible la necesidad de defecar y orinar en el trayecto.   A las tres y diez de la madrugada, en el cruce oscuro donde habían quedado, aparecido un camión con las luces apagadas.  Eunji y Sae-Jin llevaban una maleta pequeña con algo de ropa, y él se había escondido en el pantalón una bolsa pequeña con una cantimplora flexible y un fajo de billetes: sus últimos quinientos wongs.

Se abrió el portón trasero y descendieron dos chinos.  Un tercero permaneció arriba, mirando hacia los lados.  

—¿Eunji Jong? —dijo uno de los que habían bajado—

—Soy yo.

—¿Tú eres la preñada? —preguntó a Sae-Jin—

La joven no supo qué responder.  Eunji no le había contado esa parte de la conversación con Lady Chen.

—Yo me llamo Sae-Jin —dijo al fin—.

El chino la cogió de un brazo y lo apretó con fuerza.  Luego le remangó el vestido y le miró la entrepierna con descaro.

—Está bien, adentro.

Los dos chinos empujaron a Eunji y Sae-Jin al interior del camión, que cerró sus puertas con suavidad, para no hacer demasiado ruido.

La maleta quedó abandonada en el cruce oscuro.


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