A pesar de las terribles circunstancias, Clarke despertó sintiéndose bien, sin dolor ni miedo, aunque el bienestar le duró poco. Pronto recordó que estaba en medio del desierto, que el todoterreno había caído en un agujero que se abrió bajo las ruedas de repente, que la caída había sido muy larga, que los sonidos de los cuerpos de sus compañeros de vehículo cuando finalmente se había estrellado contra el fondo no le animaban a pensar que hubiera más supervivientes, que había perdido el sentido y que, probablemente, él mismo estuviera, si no muerto, algo peor: tan malherido que su final podría ser peor que el de sus cuatro compañeros aplastados entre los hierros.
Tras hacer varias pruebas con su cuerpo, Clarke supo que se había producido uno de esos milagros inexplicables: estaba ileso. Las vueltas que el vehículo trazara durante el descenso por el gigantesco pozo le habían ido colocando en una posición en la que el batacazo final no le provocó ninguna herida. El resto de los soldados, sin embargo, parecían haber muerto debido a ese mismo azar, por lo que Clarke decidió no sentirse afortunado. Nunca lo hacía en la batalla, le parecía que eso atraería las balas.
Bastante tiempo después, Clarke ya había salido del todoterreno. Apenas había luz. Habían caído por un pozo de casi veinte metros de profundidad y diez de diámetro, perfectamente circular y de paredes rectas e imposibles de escalar. El todoterreno estaba escachado en el centro del agujero, rodeado de sangre, aceite, chatarra y aperos militares. Clarke recogió todas las armas y munición que pudo cargar dejando las manos libres y se dirigió hacia la pared para intentar escalarla. "De todas formas, estábamos enmedio de la nada. Aunque logre subir, sin radio moriré abrasado", pensó mientras tanteaba la pared en busca de alguna grieta a la que aferrarse.
Entonces encontró la puerta. Estaba bien escondida porque la luz cenital proyectaba sombras sobre su marco, pero allí estaba. De madera repujada, adornada con motivos moriscos. Una puerta maciza del doble de la altura de Clarke. El sargento encontró la manilla y la presionó hacia abajo. Cedió sin problemas, y la puerta, para sorpresa del militar, comenzó a abrirse como si sus bisagras estuvieran recién engrasadas.
Al otro lado estaba oscuro y olía a humedad, pero también a limpio. "Esto estaba sellado por la arena, así que quizás haya permanecido a salvo de hongos y ratas", pensó Clarke. Y suponiendo que el pasillo negro que parecía tener ante sí lo llevaría a una salida, encendió una bengala y comenzó a caminar en línea recta.
No era un pasillo largo, pero tampoco era una salida. Llegó a una sala más pequeña, de forma cúbica, en cuyo centro descansaba un arcón de madera, no muy grande, sin adornos ni cerraduras. Clarke lo abrió.
Dentro, una esfera de cristal transparente. Nada más. Un cristal perfectamente pulido y de gran pureza, sin máculas en su interior. Aunque no sabía nada de antigüedades, el soldado dedujo que no podía pertenecer a la misma época que el arcón, el pasillo o la puerta.
No tuvo precauciones al coger la esfera, porque no parecía capaz de hacer nada peligroso, excepto deformar la luz y los objetos si se miraba a su través. La esfera cabía bien en la palma de su mano. Le recordó a las que utilizaban las brujas de los cuentos infantiles.
Sin embargo, algo comenzó a formarse en su parte central. Una luz anaranjada, de un color muy diferente a la de la bengala, que era más azul. Además cambiaba de forma, como si se tratara de un ser vivo que se hubiera quedado aprisionado en el interior del cristal. Clarke lo miró ensimismado, pero su instinto le obligó a asir la pistola. Si algo le hacía sospechar que ese objeto era peligroso, lo arrojaría al suelo y le metería cuantas balas fueran necesarias.
De pronto, un rostro humano, calvo, de ojos oscuros, apareció en el interior de la esfera. Miró a a Clarke con seriedad, con ojos escrutadores que denotaban gran inteligencia, y luego desapareció. El soldado, asustado, soltó la bola y dio un paso atrás, apuntando con su arma.
La pequeña sala se iluminó cuando la esfera, desde el suelo, comenzó a brillar. Las paredes de arena mostraron sus imperfecciones, la caja de madera reveló su antigüedad mal llevada, el aire se llenó de motas que volaban sin prisa. Una figura humana se hizo visible sobre la esfera de cristal. El rostro era el mismo que le había observado con aquella mirada inquisitiva. Era un hombre alto, de porte muy recto, y estaba vestido como un mayordomo inglés de finales del siglo diecinueve: levita negra, pantalón de rayas, camisa blanca, chaleco y corbata grises y guantes de gamuza impecables.
Soldado y mayordomo, frente a frente, permanecieron en silencio un buen rato. Los jadeos del primero, su pulso tembloroso y su aspecto sucio y maltrecho contrastaban con la austera pulcritud del recién aparecido, que permanecía en silencio, firme pero relajado ante el asustado marine. Clarke le apuntaba con la pistola.
—¿Quién eres? —preguntó el soldado—
—Mi nombre es Sebastian —dijo el mayordomo en un inglés algo engolado—. No Sebastián, como en español. Sebastian. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—Sargento Clarke —dijo el soldado sin bajar el arma—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Eso mismo es lo que estaba yo a punto de preguntarle, señor Clarke. De hecho, yo no he llegado; ya estaba aquí cuando usted vino.
Clarke se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo y un escalofrío recorrió su espalda. Allí no había puertas, ni bolas de cristal, ni mucho menos mayordomos ingleses. Estaba delirando, eso era todo. El accidente le había afectado más de lo que creía. Guardó la pistola en la funda y se llevó las manos a la cabeza, restregándose los ojos. Luego se sentó en el suelo.
—¡Mierda, Clarke, mierda! —se dijo— Necesitas descansar, pero si te quedas aquí no durarás mucho. Y tampoco afuera. ¡Mierda, joder!
Clarke se tumbó boca arriba, aún con las manos sobre la cara.
—Si lo que desea el señor es salir de este agujero, puedo cumplir ese deseo.
Clarke decidió ignorar lo que escuchara o viera hasta que todo fuera lógico, hasta que a su alrededor solo hubiera un coche destrozado, un montón de muertos, un desierto. Cerró los ojos y comenzó a respirar hondo. "Olvídate de esas visiones. Piensa en tu casa, en tu familia, en la teniente Douglas, en Mulligan y en Sánchez, que están muertos, en el todoterreno, que está a tu lado. Quizás aún estés atrapado entre los hierros, y todolo lo que has visto sea un sueño. Quizás cuando despiertes de verdad la cosa sea mucho peor que ahora, tengas dolor y no te puedas mover..."
El sargento se durmió sobre el suelo de arena. La bengala, que se había quedado ardiendo en una esquina de la sala, terminó por apagarse. El mayordomo, al ver lo que estaba sucediendo, se sentó sobre la caja de madera que albergaba la bola de cristal. Pasaron cuatro horas y anocheció.
(Continuará)
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