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Efecto Walter.

—Buenos días Walter.  Bienvenido a la vida.

Walter abrió los ojos bajo un techo de color rojo caldero.  Un color agradable, pensó, aunque en ese momento fue más una sensación que un pensamiento elaborado: Walter no era capaz de recordar ninguna palabra.  Permaneció así un buen rato, pero no supo cuánto, pues también carecía de la habilidad para captar el paso del tiempo.  En cualquier caso, no sentía malestar, dolor, mareo ni ninguna otra sensación desagradable.  Estaba bien, y por algún motivo eso le aliviaba.  Creía haber estado peor.

Pero solo fue al principio.  Poco a poco, Walter fue recobrando sus capacidades, el techo comenzó a tener algo más de definición, con más contrastes, más bordes y unas luces que brotaban de las esquinas, y también su conciencia de sí mismo fue definiéndose.

—Buenos días, Walter.  Bienvenido a la vida —escuchó otra vez—.


Walter giró la cabeza hacia la procedencia de la voz, cuyas palabras entendió, y encontró el rostro de una mujer.  A medida que su cerebro iba recuperándose, pudo además percibir que se trataba de una mujer increíblemente hermosa.

—Buenos días —su propia voz la reconoció enseguida—. ¿Dónde estoy?

—Se encuentra en la Clínica Fillins-Hogue, en la ciudad de Nueva York.  Estamos en la sección de resucitados.

Ante la expresión de extrañeza de Walter, la mujer sonrió con ternura.

—Está confuso, pero no se preocupe; irá recuperando la memoria y esta situación se tornará normal.

—¿Estoy en un hospital?  —preguntó—

La mujer miró a Walter unos instantes con una sonrisa bondadosa, en los que el hombre se sintió en paz.  ¿Qué clase de rostro era aquel, que le proporcionaba tanta confianza?

—En el año 2016, usted estaba enfermo de cáncer.  Le quedaban pocos meses de vida, y decidió someterse a una criogenización.  Durante el tiempo que ha estado usted en estado de suspensión, se ha podido eliminar su enfermedad.  Dado que vuelve a tener un estado de salud óptimo, le hemos despertado.  La vida continúa para usted.

—Eso es fantástico, señorita.  Me alegra saber que todo ha salido bien; cuando me dormí, creo que lo hice con la sospecha de estar haciéndolo para siempre.  Es fantástico, fantástico... Y dígame, ¿en qué...?

—Espere, Walter, espere.  No se excite demasiado.  Van a pasar unos días hasta que pueda levantarse de la cama, y su cerebro necesita tiempo para adaptarse.  De momento, está usted conectado a una máquina que ejerce todas las funciones vitales por usted, por eso no puede moverse.  Pero no se preocupe, no es nada que no hayamos probado ya con éxito.

—Entonces, ¿no soy el primero en resucitar? ¿Había más como yo? Creí que era el único...

—No, ya hemos hecho esto muchas veces.  No debe preocuparse.

Walter intentó hacer memoria sobre los momentos en que la enfermedad devoraba su cuerpo, en los que tuvo que tomar la drástica decisión de dormir indefinidamente como última alternativa a la muerte, pero no recordó nada.  Ni siquiera el tipo de cáncer que padecía, o si había algún familiar, mujer, hijos, a los que dar explicaciones.  ¿Cuánto tiempo había pasado desde que le durmieron? ¿Siglos, quizás? ¿Quién era él antes de la enfermedad, a qué se dedicaba, cómo era su aspecto? Walter no lograba rescatar ninguna imagen y las preguntas se agolpaban en su cabeza.  Abrió los ojos para hablar con la enfermera, pero aquel rostro había desaparecido.  Solo vio el techo de color rojo caldero, tan acogedor.  Intentó desviar la mirada hacia los lados, buscando alguna máquina que le diera una pista sobre su estado.  Supuso que tendría algún tubo saliendo de los brazos o de su pecho.  Sin embargo, no podía mover la cabeza.  Si miraba hacia los laterales, forzando las órbitas de los ojos, vislumbraba algunos brillos inexactos y flotantes.  Le pareció que bajo su cuerpo solo había luz, como si estuviera tumbado sobre un colchón de energía.

—¿Señorita? ¿Enfermera? ¿Doctora? ¿Quién está ahí?

Walter permaneció a la escucha, esperando algún bip electrónico, alguna puerta que se abriera, o el roce de la tela de una bata blanca al escucharle, pero no oyó más que su propia voz.  

Walter comenzó a preocuparse, y de manera instintiva intentó mover sus manos para incorporarse sobre la cama.

Entonces fue consciente de que no tenía manos.  Las buscaba con su cerebro, intentaba dar la orden para que se movieran, para sentirlas, pero le resultaba imposible.  Walter sabía que en algún lugar de su cuerpo debían existir, mas no lo encontraba.  Lo intentó entonces con las piernas, con el mismo resultado. Ni los pulmones.  Walter supo, con gran alarma, que no estaba respirando.  No era capaz de realizar el acto de inspirar aire, ni de emitir un grito.

Pero algo naturalmente humano sí existía en Walter: el instinto de huida.  De pronto comprendió que necesitaba escapar de allí.  Intentó agitarse, desatarse, saltar, arrancar, empujar.  Pero el techo de color rojo caldero permanecía inmóvil ante su vista.  Ese era el único sentido que parecía funcionar, junto al del oído.

—Tranquilícese Walter, le noto nervioso.  ¿Puedo hacer algo por usted?

—¿Dónde estoy, qué está ocurriendo? No puedo moverme, por favor, ayúdeme, ¡ayúdeme!

El rostro de la mujer hermosa se presentó por su izquierda.  Walter pensó que en esa dirección podría estar, por lógica, la salida.  Intentó mirar hacia ese lado, torciendo los ojos.  Vio el cuello de la mujer y parte de sus hombros, enfundados en una prenda de vestir blanca y ajustada a la piel.  Más allá, solo la luz que parecía sostenerlo.

—Debe usted estar tranquilo, Walter.  Ha de transcurrir un tiempo para que se acostumbre.  Tranquilo.  Intente relajarse.  No piense en nada, Walter.  Solo relájese.

La voz de aquella mujer era hipnótica.  Sus palabras parecían penetrar entre los pensamientos aterrados de Walter poniendo orden y expandiendo una sensación de calma.  Era cierto.  Todo era cierto.  Había estado enfermo, desahuciado, y decidió someterse a una criogenización hasta encontrar una cura a su enfermedad.  Quizás hubiera pasado mucho tiempo, décadas, siglos.  La salida está a la izquierda.  Solo tienes que tener paciencia, todo se aclarará, estás curado, estás bien.  A la izquierda.

—Intente dormir un poco.  Ya verá cómo después de una siesta ligera, se siente mejor.

Sí, duermo.  Voy a dormir.  Tengo sueño.  Despertaré y todo se aclarará.  Aunque puedo intentar mirar a la izquierda, ahora, con los ojos cerrados.  Sí, ahí lo veo.  Es una salida.  Duermo, pero esa es la salida...

_____________


El doctor Shen se desprendió la diadema, satisfecho.

—Parece que esta vez sí hay coherencia.  Enhorabuena, doctor.

En el aforo de los alumnos se escuchaba el sonido eléctrico de los aplausos, emitido desde las diversas partes del planeta donde se hallaban los asistentes al experimento.

—Gracias, doctor —respondió la Inteligencia Artificial al doctor Shen—.  Su intuición era acertada. Dotar al programa de sensación histórica es lo que ha mantenido la personalidad estable.  Estoy subiendo los resultados al compilador.

—¿No es un poco precipitado? —el doctor Shen miraba la pantalla con sorpresa— Quizás deberíamos afinar un poco mejor.  Esa personalidad estaba muy angustiada antes de apagarse, no me parece bien...

—¿No le parece bien, doctor Shen? ¿El qué, exactamente? ¿Que un programa exprese angustia?

El doctor Shen no encontró argumentos para rebatir a la Inteligencia Artificial que había creado aquel proyecto.  Nada era capaz de hacer que una IA comprendiera la compasión, a pesar de los esfuerzos realizados durante décadas.

—Por supuesto, por supuesto.  Que se compile y se ejecute el programa.

Los aplausos eléctricos resonaban en los oídos del atribulado doctor Shen.

_____________


Esta historia está elaborada a partir de los archivos rescatados por la Conciencia Autónoma "Olí" en la desaparecida Universidad de Guyang, China.  La fecha de creación es trece de marzo de dos mil setenta y tres.

Se cree que el proyecto fue el precursor de la existencia de las conciencias autónomas.  A la capacidad de las Inteligencias Artificiales para trascender su programación y tomar decisiones lógicas se le llama "Efecto Walter".



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