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El fuego del cielo

Murra descendió las rocas mucho antes de que el sol asomara por la cordillera.  No miró, como otras veces, las estrellas apabullantes, el enigma de luces y misterio que atormentaba cada noche.  Esa alborada, Murra estaba inquieto, y tras pasar muchas horas dando vueltas tumbado en la covacha, había decidido caminar hasta el lago.  A pesar del frío, entraría en el agua.  Nunca lo había hecho de noche: el reflejo de las constelaciones en la superficie le hacía temer que su cuerpo, al sumergirse, se disolviera entre las luces misteriosas.

Murra sospechaba que alguien le observaba desde algún punto del cielo nocturno. Desde hacía días notaba esa vigilancia con más intensidad, y procuraba no salir durante la noche; pero el cielo brillante de luces también se asomaba por el horizonte desde la entrada a la guarida, y aquella mirada invisible que sentía llegar desde las estrellas penetraba por su agujero, hallándolo siempre.  Y él, que debía proteger a Mosela y a los hijos, se veía temblando de miedo por algo que no se podía ver, oler, ni escuchar; pero que sin duda estaba allí, mirándole, todas las noches.


Caminando ligero por la pradera, dejando atrás la seguridad de la cordillera y sus rocas, se sentía más aliviado desde que  tomó la decisión de enfrentarse a sus miedos y caminar hasta el lago.  Antes de que el sol tapara las estrellas, se sumergiría en el agua fría y estática, rompería el reflejo del cielo brillante, mezclaría su cuerpo con la luz de las fogatas del cielo, y por fin sabría quién le estaba observando y qué quería de él.

Por primera vez en su vida, y quizás en la vida de toda su especie, Murra iba a enfrentarse a lo desconocido.

Había intentado expresar ese temor a Mosela, su hembra, varias noches antes.  Yacían juntos mirando el cielo, exhaustos después de una cópula satisfactoria.  Murra había señalado hacia una estrella especialmente brillante, que siempre titilaba restando protagonismo a las demás.

—Mira —había dicho—, el fuego del cielo.

Mosela se quedó mirando las estrellas, y luego se volvió hacia Murra, que enseguida se percató que la mujer no había entendido la comparación.  A Murra le gustaba imaginar que aquellas luces eran fogatas muy lejanas; que otras tribus habían llegado hasta allí de alguna manera y que se habían establecido, y esas eran las hogueras que los abrigaban y guarecían de posibles lobos y osos estelares. Pero era incapaz de hacer que Mosela, ni nadie más en su tribu, lo entendiera.

—¿Quién es, Mosela? —preguntó, en un nuevo intento de hacerse entender— ¿Quién hace ese fuego?

Mosela volvió a mirar al cielo.  Murra supuso qué estaría pensando su compañera: "¿De qué fuego habla?" Mosela, como el resto, solo veía las luces de la noche, pero jamás se había parado a pensar a qué se debía su presencia.

Nadie en la tribu conocía las palabras para poder expresar tamañas inquietudes. Existían nombres para las plantas, el fuego y el agua; para los frutos y las serpientes, los animales comestibles y los peligrosos.  Se ponían nombres entre sí para poder planificar las batidas de caza: el líder señalaba hacia un lugar y decía "Murra", o "Suno", o el nombre del cazador que debía cubrir ese flanco.  A Murra aquello le parecía una idea brillante, y en cierta ocasión, siendo aún muy joven, había repetido los nombres de cada uno de ellos cogiéndoles de los brazos, intentando expresar su admiración por poder distinguir a uno de otro con solo una palabra.  ¿Cómo no se daban cuenta de la inmensa diferencia que había entre ellos y el resto de los animales?  ¡Tenían nombres!  Pero eso, como las hogueras en el cielo, o el motivo de las lluvias, a los demás les resultaba indiferente.  Tenían nombres porque era la única manera de organizarse.  Les preocupaba no pasar hambre; ese era su único pensamiento, después del sexo.

—Fuego hace daño, Murra.  Tú no vas al cielo.

Hablaba Mosela, tumbada junto a su hombre, temiendo que Murra, en una de sus escapadas que la dejaban sola varias noches seguidas, escalara alguna montaña lejana para investigar aquellas luces.  Y eso significaba el abandono, la cría de sus hijos sola, la búsqueda de otro macho que la protegiera. Mosela sintió angustia y se lo repitió, esta vez agarrándole por el cuello:

—Tú no vas al cielo.  Tú aquí.  Yo aquí.

Pero finalmente Murra se había ido, sin poder evitar seguir ese impulso, y ahora recordaba las palabras de Mosela, a la que había dejado dormida en la cueva junto a sus tres hijos vivos.  Sentía cierto arrepentimiento.  Murra pensó que quizás se estaba preocupando sin motivo: el lago no quedaba tan lejos, estaría de vuelta al día siguiente y no tenía intención de abandonarlos.  Quizás su idea de llegar a las estrellas sumergiéndose en el lago fuera estúpida, y lo único que sacara de esa escapada fuera regresar helado y sin respuestas.  Entonces todo volvería a ser como antes, pero él ya habría calmado su angustia.

Tenía una intuición sobre aquel lago.  Las estrellas se reflejaban de una forma diferente a otras superficies de agua.  Con una nitidez extraña, que le llamaba, que le hacía soñar con ellas.  De hecho, Murra no estaba seguro de haber visto las estrellas reflejadas en aquel lago sino en sueños solamente. No recordaba haber estado allí ninguna noche estrellada, en el estío, sin luna, excepto en las visitas que se terminaban al despertar.  Y sin embargo tenía un recuerdo muy claro del reflejo de las estrellas en la superficie lisa y frágil del agua.  Murra no comprendía cómo era posible aquello, tener en la cabeza un recuerdo de algo que no había vivido antes, y eso le provocaba una sensación desagradable.  Sin duda, había hecho lo correcto saliendo en silencio de la cueva.  Necesitaba muchas respuestas.

No había luna, solo estrellas formando una alargada nube difusa.  Cuando llegó a las inmediaciones del lago, creció su nerviosismo.  Las noches eran cada vez más cortas, pero el frío no amainaba, y su cuerpo rechazaba la idea de sumergirse en aquellas aguas oscuras, y no solo por la temperatura.  Pero Murra no podía imaginar a qué debería temer, pues en su mundo vida y muerte coexistían enlazadas en una espiral sin fin, de perfecto encaje, que no dejaba lugar a más preguntas.  La carne de los que morían aseguraba la vida de los que seguían despiertos. Quizás aquellos que poblaban el cielo, y hacían hogueras que flotaban en la noche, supieran algo más, eso que él estaba buscando.  Quizás ellos pudieran darle forma a su miedo.

Tal y como había soñado, las estrellas se reflejaban en el lago con una nitidez asombrosa.  Murra miró al cielo, siguiendo con la vista la nube de luz que cruzaba la cúpula celeste, y después vio su reflejo en las aguas inmóviles.  Las mismas luces que veía arriba estaban también abajo, sumergidas en el agua, a su alcance.  ¿Cómo era posible? ¿Era aquello un camino hacia las tribus del cielo? ¿Habría entrado por allí los que llegaron a poblarlas y ahora hacían fuego en las alturas? ¿Pero cómo, si era solo agua? ¿Por qué las estrellas estaban metidas en su interior, pero también estaban arriba?

Murra se descubrió respirando agitadamente en el borde del lago, angustiado por aquellos pensamientos.  Se acuclilló para rozar la superficie con los dedos, y entonces reparó en algo que no había pensado, y que quizás fuera la respuesta a muchas de sus preguntas: al entrar en el agua crearía ondas, y ese movimiento borraría las luces reflejadas, cerrando el acceso hasta ellas. Sin duda, eso era lo que provocaba que aquellos que se bañaban sin cuidado nunca supieran nada de la verdadera naturaleza del agua. No era algo a lo que pudiera acceder cualquiera.  Las estrellas y sus pobladores temen a lo desconocido y huyen, como los grupos de venados cuando algo los disturba.

¿Cómo entrar en el agua sin moverla, accediendo así a su misterio?  Murra había dejado su mano paralizada a muy poca distancia de la superficie y pensaba en los asustadizos ciervos: la única manera de cazarlos era sorprendiéndolos.  Sin duda, lo mismo ocurriría con el agua: si entraba en ella de un solo zambullido, era seguro que podía llegar hasta las estrellas, pues el movimiento se produciría cuando él ya hubiera cruzado la superficie.  Animado por su propia sagacidad, Murra se alejó del lago unos metros.  No había nada alrededor a lo que subirse y caer en picado, por lo que solo podía coger carrerilla y saltar lo más lejos posible de la orilla.

Antes de comenzar a correr, se desnudó de las pieles y las dejó cubriendo una roca.  No supo pensarlo claramente, pero las dejó claramente extendidas por si no le era posible volver, a modo de explicación hacia Mosela.  Luego respiró hondo, escuchó por última vez el ruido de los árboles y los insectos nocturnos, y comenzó a correr con todas sus fuerzas hacia el agua.

En el último momento antes del salto, decidió entrar de frente.  Pensó que si metía primero los pies, las tribus de las estrellas podrían apresarlo cuando apareciera, pero si metía primero los brazos y la cabeza dispondría de un instante para observar el panorama y contraatacar si fuera necesario.  Así que Murra se lanzó con las manos por delante hacia el espejo de agua, en medio de la noche, esperando el frío contacto líquido, decidido a conquistar el conocimiento que le estaba quitando el sueño.

Murra nunca sintió el frío.  Vio su propio cuerpo estirado sobre el lago, reflejado en el agua instantes antes de tocarla, y las estrellas sobre su cuerpo. Luego dejó de sentir la piel, el viento, las heridas e incluso dejó de ver y escuchar.  De alguna manera inexplicable, Murra se convirtió en esas estrellas, y durante un tiempo olvidó quién era, olvidó a Mosela, olvidó la tierra y la tribu, el lago y la noche, la caza y los hijos.

Cuando regresó a la cueva el sol ya estaba casi en su cénit.  Escuchaba los llantos de Mosela desde que había salido del bosque, aún lejos de ella.  Sabía que eran por su ausencia, y en sus gemidos comprendía el miedo y las preguntas.  El resto de la tribu seguramente habría salido a cazar y a buscarlo, las dos cosas, y Mosela no habría querido ir por si Murra volvía.  Eso significaba que ese día probablemente ni ella ni sus hijos comerían, a no ser que Murra volviera con algo en las manos, o a tiempo para coger algunas bayas o capturar un roedor.

Murra no llevaba nada consigo.  No había comido desde el día anterior, pero no tenía sensación de hambre.  Tampoco sentía prisa por volver, ni angustia por la posible reacción violenta de Mosela cuando lo viera. Murra sentía, sin embargo, algo diferente esa mañana.  Caminaba despacio, y en cada brizna de hierba o en cada sonido de un pájaro esa sensación se profundizaba, haciéndole pequeño y frágil.  Durante un instante, en el lago, había sentido que su cuerpo ya no era su cuerpo, sino todas las estrellas juntas; que sus pensamientos ya no le pertenecían, sino que formaban parte de un río de ideas que le superaba, que llegaba infinitamente más allá de los nombres y las cacerías. Murra había viajado a un lugar donde no existía el movimiento del sol, del viento o de las nubes. Donde todo era una sola cosa, donde el mundo se explicaba porque no había lugar para preguntas. Fue una sensación que tanto duró un instante como todos ellos, y al sentir esa eternidad, Murra supo algo importante.  Luego tuvo la urgencia de respirar, y su cuerpo se reveló, y braceó a la superficie, y la removió por completo, y regresó al mundo de los fríos y las distancias.  Murra supo algo, pero al regresar a la vida, ya no supo qué.


Pasaron varios años, y Murra consiguió explicar a sus hijos lo que había ocurrido en el lago.  Mil veces habían intentado regresar a ese lugar, lanzándose al agua de mil maneras diferentes, pero aquel camino ya no estaba abierto. Murra sabía que no era una cuestión de sitio, que lo mismo daba un lago o cualquier otro emplazamiento, que el camino hacia ese misterio no estaba frente a ellos, ni detrás, sino dentro. Sus hijos, a diferencia del resto de la tribu y de la misma Mosela, confiaban en él, y pensaban que su padre había descubierto un nuevo mundo donde quizás la caza fuera abundante y el clima benigno; un mundo escondido, al que solo se accedía a través de los sueños.

Cuando Murra murió, los hijos siguieron buscando, convencidos de que ese lugar les pertenecía, y cada uno se encaminó hacia una dirección diferente.  Sin palabras, decidieron encontrarlo, impregnados sin saberlo del mismo sentimiento de frustración que les legara su padre.  Acordaron reencontrarse cuando uno de ellos lograra hallar el mundo de Murra.  Los descendientes fundaron nuevas tribus, viajaron a nuevos continentes y crearon civilizaciones.  Los hijos tuvieron hijos, y se multiplicaron; todos ansiaban encontrar, una estación tras otra, aquel lugar.

La búsqueda continua.

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